Dicen que un paisaje puede ser adictivo, que cuando contemplas la belleza de uno se puede detener el tiempo. No tengo dudas de ello. Un amanecer, un atardecer o los colores que se mezclan en el cielo antes de una tormenta, son regalos que nos hace el paisaje, a diario.
Siempre vamos con prisa y estrés, vivimos en lo que tenemos que hacer o en aquello que deberíamos de haber hecho, son pocos los que verdaderamente viven el aquí y ahora tan típico del que la gente habla.
Pero creerme cuando os digo que tenga la prisa que tenga, lo agobiada que esté o la preocupación que haya tenido durante todo ese día, que al pararme a apreciar un paisaje, se detiene el tiempo.
Podría llevar este tema hacia la arquitectura, ya que esta también se integra y es un facto muy importante en el conjunto de la vista.
La luz entrelazándose con los edificios, los distintos colores que puede dotar un material a lo largo del día, hasta la sensación térmica que te transmite. Sin duda, un paisaje no sería lo mismo de no ser por todo esto, pero hay veces que el propio cielo es el que nos aporta toda esta belleza, sin necesidad de otro elemento que le sume.
La mezcla de colores. Rosa, azul, naranja, amarillo, blanco… Cada día amanecemos con colores distintos, con la misma vista arquitectónica pero distinto paisaje. ¿Entendéis ahora cuando os digo que un amanecer va mucho más allá de la arquitectura en la que se encuentre? Es como el toque final, como el último detalle que hace que la arquitectura sea todavía más fascinante y emocionante.
Pensar en los distintos elementos que vas a utilizar al realizar una estructura contando con los posibles reflejos que tendrá, contando con los colores que causará y el conjunto que quieres formar.
Para hacer arquitectura se tienen que tener muchos parámetros en cuenta, pero no podemos dejar a un lado algo tan importante como el paisaje resultante, como un amanecer que se dará hacia la correcta orientación del edificio durante toda la vida del mismo.